En los últimos treinta días se ha vendido más libros de Vargas Llosa que en los últimos cinco años. El dato –divulgado por Mercedes González, directora de Editorial Santillana en Perú– impacta, alegra y cuestiona.
Impacta porque el mercado editorial peruano no está para nada habituado a ese altísimo nivel de interés de parte del público, sino todo lo contrario. Alegra, porque es muy posible que el caso MVLL provoque un efecto dominó y estimule a muchos primerizos a buscar otros autores, otros títulos, en fin, a demorarse un poco más la próxima vez que visiten una librería. Pero el dato también cuestiona, porque el fenómeno no parece lógico, así que, una vez registrado, toca buscarle explicación.
La respuesta más pesimista es que solo se trata de una moda, una neurosis provocada por la divertida extravagancia que representaría el hecho de ser, de buenas a primeras, compatriotas de un Nobel. La moda, entonces, consistiría en comprar a Vargas Llosa, pero no necesariamente leerlo. O peor, comprarlo solo para lucirlo: porque, claro, da cierto caché literario tener sobre la única repisa de la casa un Los cuadernos de Don Rigoberto entre El Delfín de Sergio Bambarén y La nutrición inteligente de Sacha Barrio.
Siendo esa una tesis muy tentadora (considerando, además, el arribismo cultural que cunde en una sociedad tan poco intelectualizada como la peruana), prefiero no apostar por ella. Quisiera creer, más bien, que la gente –sobre todo los jóvenes– ha adquirido libros de Vargas Llosa por una suerte de protesta masiva contra las instituciones que no cumplen el rol de incitar a leer. Protesta quizá contra la familia, en cuyo centro se habla poquísimo de lectura (es más, los escasos títulos que suelen encontrarse en casa son, por lo general, malos). O protesta contra la escuela, cuya política de promoción de lectura es arcaica, irreal, desfasada. O protesta contra el Estado, que es culpable de lo anterior, pero que, además, –mientras se regodea con sus supuestos logros educativos– se olvida de legislar para que el público tenga un acceso más cómodo a los libros.
Por último, quizá el fenómeno MVLL también represente una protesta contra los que administran la ciudad (y sus perros). Tal vez lo que la gente les está diciendo a sus autoridades es que la lectura sí le importa. Y muchísimo. En ese sentido, sigue siendo absolutamente imperdonable que Lima no cuente con un espacio creado para una Feria del Libro atractiva, espaciosa y convocante. Miraflores acaba de recuperar el Parque Kennedy para montar la Feria Ricardo Palma, pero lo ha conseguido después de soportar la censura del poder político y eclesiástico. (Luego uno entiende por qué Cipriani encuentra chistoso afirmar que él no lee a Vargas Llosa).